Parece que poco nos queda por saber del famoso coronavirus, la enfermedad (COVID-19) que ha puesto de rodillas al mundo como nadie hubiera imaginado hace tan sólo unos meses. En las últimas semanas, en mayor o menor medida, todos nos hemos convertido en pequeños expertos en la materia. Conceptos hasta ahora tan ajenos a nuestro día a día como las curvas y tasas estadísticas, los distintos tipos de mascarillas y su endiablada nomenclatura, los preciados test diagnósticos (¡quién pillara una PCR!), …, son parte ineludible de nuestras conversaciones.
El impacto en nuestras vidas ha sido enorme. La mayoría hemos visto modificado por completo nuestro estilo de vida, hemos visto como la incertidumbre y el miedo se apoderaba de nuestro presente y quién sabe de cuánto de nuestro futuro, como nuestra escala de prioridades se simplificaba en un momento. Los menos afortunados, con gran frustración, han perdido a sus seres queridos sin poder despedirse siquiera. Del mismo modo que en la sociedad, esta pandemia ha tenido un impacto en los hospitales sin precedentes, y a pesar de ello, no necesariamente negativo en todos los aspectos. Me gustaría compartir con vosotros mi experiencia personal durante esta situación como médico y como paciente.
Desde el punto de vista humano, ha sido una experiencia brutal. Y no sólo me refiero a las largas jornadas de trabajo, bajo circunstancias muy estresantes, seguidas de poco descanso y nula desconexión. También a la incertidumbre de enfrentarse a una nueva enfermedad cuyas consecuencias aún hoy no conocemos plenamente, cuyos tratamientos continúan consensuándose día a día con la máxima evidencia disponible, cuyas complicaciones aún seguimos aprendiendo. Al desvalimiento de no tener medios de protección adecuados, de ver cómo pasaban los días y las medidas de protección no llegaban o eran inadecuadas mientras nuestros compañeros y sus familiares enfermaban y nos dejaban… Al miedo a enfermar o, lo que es peor, hacer enfermar a nuestros seres queridos, que nos ha hecho llevar las medidas de higiene a una paranoia sin límite porque nunca había terreno seguro. A pesar de todo, sin duda, lo peor ha sido el vértigo y el horror de tener que administrar recursos y tomar decisiones vitales a las que hasta ahora pocas veces nos habíamos enfrentado, de forma masiva, en contra de nuestros valores y nuestra ética profesional, en contra de nuestros sentimientos, mientras nuestros superiores procuraban no mojarse y nuestra clase política eludía responsabilidades. Convivir con el sufrimiento de nuestros pacientes y sus familiares ausentes, con la indignidad de sus circunstancias y la frustración de no poder hacer nada por cambiarlas. Que habrá consecuencias físicas y psicológicas para la población sanitaria, es indudable.
Y a pesar de ello, ha habido cosas positivas en toda esta hecatombe. Jamás vi a todos los trabajadores sanitarios más concienciados y motivados. Donde habitualmente la relación entre servicios es distante y compleja, la mayor parte del personal se ofrecía voluntaria para ayudar sin medida. Médicos especialistas que no se habían enfrentado a pacientes en esta situación desde hacía décadas, arrimando el hombro como el que más en los servicios más desbordados. Compañeros ofreciéndose a trabajar en sus días libres, sin parar de estudiar en su tiempo de descanso, profesionales jubilados o recién terminados aportando su granito de arena en medio de todo el caos. Las directivas de los centros, desbordadas por la situación, permitieron que la organización se estableciera en función del criterio de los profesionales, lo que permitió cambiar por completo el funcionamiento hospitalario, hacerlo más dinámico, eficiente y adaptado a las circunstancias de cada momento. Y si algo nos ha sostenido en los peores momentos, ha sido el cariño, el agradecimiento, la colaboración y la preocupación de nuestros pacientes, sus familiares y toda la población general. Jamás pensé aquel primer día, el 14 de marzo, que se haría realidad ese aplauso generalizado que aún me emociona. No ha pasado un día en que un paciente no me haya pedido que me cuide y se haya preocupado por nuestra situación dejando de lado sus propias necesidades, comprendiendo todas las inevitables demoras y ausencias que toda esta crisis está generando y que aún nos llevará un tiempo compensar dadas las carencias crónicas de nuestro gran sistema sanitario.
Cuando empecé a escribir esta entrada hace unas semanas, me hubiera quedado aquí. Ahora, el escepticismo me invade. Imaginé cambios sostenidos, que podríamos mantener parte de este dinamismo, que de todo lo malo sale algo bueno y esto nos haría mejorar como ciudadanos y como sistema sanitario… Pero esa ilusión se va desmoronando… Vamos volviendo a la gris normalidad, regresando a la misma vieja estructura que ya había fracasado, olvidando los sacrificios que muchos han realizado y realizan, dejando escapar la solidaridad que a todos nos ha mantenido a flote en estos largos meses. El tiempo dirá.
Para terminar, mi última reflexión no la haré como médico, sino como “esclerótica”. Una piedra más en el camino, compañeros… Supongo que como en la mayoría de vosotros, la esclerosis múltiple tuvo un impacto tremendo en mi carrera profesional. Siempre he adorado mi trabajo, le he dedicado tanto tiempo y esfuerzo… Dos brotes consecutivos al diagnóstico me hicieron rechazar la plaza de trabajo de mis sueños, que acababa de ganar por oposición. Tuve que rebajar mi ritmo de trabajo y dejar de hacer guardias por cansancio y evitar estrés. Me costó un tiempo aceptarlo, pero aprendí a disfrutar el día a día y a convivir con la idea de que probablemente algún día nuestra amiga no me dejará ejercerlo. La crisis del COVID me ha asomado a otro abismo. No sólo es la enfermedad, también los tratamientos y la inmunosupresión son un inconveniente que no me había planteado y que aún tengo que acabar de procesar… Fue muy duro para mí tener que renunciar a trabajar en primera línea durante este tiempo, aunque no he escatimado esfuerzos en trabajar en la retaguardia, y desde aquí quiero aplaudir a todos aquellos de vosotros que habéis seguido adelante. En fin, procuraremos ser optimistas. Al fin y al cabo, como bien dijo Ramón Arroyo, rendirse no es una opción.
SMR
Qué buen artículo y qué duro a la vez!!!!!
Gracias x publicarlo…
Silenciosamente se va instalando y dominando poco a poco, como si ya no fuera suficiente, es justo este «bache» en el que además te toca masticar que encima eres una persona de riesgo debido a tu medicación ¿y no llegas a sentirte una presión extra para los más cercanos? Desean protegernos por encima de todo, pero en mi caso perdiendo el equilibrio habitualmente eso de no tocar, no apoyarte es en mi caso imposible… y veo en mis familiares y amigos como va en aumento, que se agobian por cada paso dudoso que doy por mucho gel o alcohol que use, o mi chupi mascarilla.
Pero nunca nada es para siempre. Un besito.