Una historia

Cap 1. Un hombre muy especial

IMG_0481.JPGDecir de mí que soy un hombre especial puede sonar pretencioso, pero no quisiera empezar a escribir cohibido por lo que, tú, lector, puedas pensar de mí. Antes quisiera decirte que he compartido el título con mi mujer y ya han surgido las primeras críticas. Por lo que te propongo, si te parece bien, es que yo escribiré aquello que pienso; y tú, Lector, decidirás en que momento dejas de leerme. O por el contrario continuas a mi lado haciéndome compañía.

Me llamo Pablo y tengo treinta y tantos. Lo demás, poco a poco, lo irás descubriendo. ¡Ah! Sí, se me olvidaba: tengo un niño dentro de mí y una discapacidad que me sigue a todas partes.

Cap 2 Mi moto de ruedas…. mi Ferrari

Lo que os voy a contar puede que os resulte gracioso, y es una cosa que me pasó cuando no podía andar y mi padre decidió llevarme al hospital en silla de ruedas. Era más niño que ahora y el quiso llevarme por tooodo el barrio en silla sin pensar las consecuencias.
La primera cosa que encuentras es el gran obstáculo de todo cojito: ¡las escaleras en el portal!
Tiene gracia la cosa porque para llegar a la entrada y coger el ascensor necesitas pasar unos escalones. Y de momento hasta que no inventen otra cosa las sillas no bajan ni suben escaleras. Con lo que mi animado padre me dijo:
-Pablo, levántate, que no puedo empujarte.
¿Acaso había olvidado mi padre porqué iba en silla de ruedas? Lo dijo tan decidido que no quise cotradecirle.
-Primero bajo la silla y luego te bajo a ti.
Yo sonreí porque me temía lo peor. Le pregunté que si estaba seguro. Después de varios años, aún sigo preguntándome si me oyó porque según me llevaba a caballito, tropezó rodando los dos hasta la alfombra del portal. Ya nos hubiera gustado que la alfombra en vez ser tan fina estuviera más mullidita para frenar esos golpes que te dejan moretones por todo el cuerpo.
Una vez abajo, le sugerí que porque no pedíamos ayuda o porque no cogíamos un taxi y contestó que ya habíamos pasado lo peor y con el buen tiempo que hacía y con lo cerca que estábamos del hospital, lo mejor era que fuéramos andando. Vamos, que él me empujaba y yo mientras cerraba los ojos cada vez que veía un bache. Nunca olvidaré mi primera acera.
img_0480Según nos estábamos acercando al primer bordillo, mi padre cogió impulso pensando que podría conmigo. Quizá debió darse cuenta de que el escalón era demasiado alto y que la silla no estaba preparada y…. cui, cui, cui ¡zaas! Pablo al suelo.
El revuelo de gente que se formó en la calle para ayudarnos hizo que se me olvidaran los dolores por la vergüenza que pasé. No sé si te ha pasado alguna vez, caerte en la calle con la gente pasando y decir que estás bien que no te duele nada y morirte de dolor por dentro.
Si alguna vez tienes que llevar a alguien en silla de ruedas, y te encuentras con un bordillo alto, lo que debes de hacer es girar la silla y tomar el escalón con la silla girada, lo que vulgarmente décimos: «de culo».
Cuando finalmente llegamos al hospital mi padre se encontró con unos amigos, les dio la mano y se puso a hablar con ellos sin percatarse que me había dejado mirando a la pared y estuve un buen rato así, mirando el cemento, hasta que se dió cuenta y me giró para que pudiera saludar.
Y es que mi padre es fantástico.

Cap 3. El día que mi vida cambió

Estudiaba COU en el Instituto Ramiro de Maeztu en Madrid con 18 años, y en verano pensé que podía ganar un dinero para sacarme el carnet de conducir.
Preguntando a mi gran amigo Juan R, de los pocos que conservo del Instituto, sobre dónde podía entrar a trabajar de una manera rápida me dijo que en los supermercados DIA necesitaban gente para trabajar de cajero y reponedor de alimentos. Juan es genial porque tiene la habilidad de encontrar trabajo hasta debajo de las piedras.
Le pedí que me acompañara al supermercado de la calle Barceló del metro de Tribunal y me dijera lo que tenía que decir. Eran tiempos en los que no existía Internet ni tampoco los teléfonos móviles.
Nos dirigimos para allá, pedí a una cajera un impreso para rellenar una solicitud de trabajo y después de unos días de formación (creo que fueron 3) me puse a trabajar.
Después de un mes y medio trabajando, el 17 de agosto de 1996, al despertar de la siesta me di cuenta que apenas podía ver con un ojo. Me fui a trabajar pensado que se me pasaría, pero cuando me puse en la caja a cobrar a los clientes, me dí cuenta de que era incapaz de ver el ticket de compra con mi ojo derecho. Me restregaba el ojo y seguía sin poder ver.
Iba al baño a mojarme la cara y no veía más que luz y todo desenfocado. Asustado fui a hablar con mi supervisora y al enterarse de lo que pasaba, me dijo que trabajara con el otro ojo.

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Deseé con todas mis fuerzas que se me pasara, que terminara pronto el trabajo y volver a casa a contárselo a mis padres.
Después de varias pruebas médicas y de unas semanas de angustia y llantos, me acuerdo de estar en la consulta del hospital con mis padres y una neuróloga preguntándome si tomaba drogas y si quería que estuviesen mis padres presentes.
Diagnóstico final: esclerosis múltiple.
-¿Eso es grave, doctora?.
-Según como evolucione, Pablo.
-¿Es contagioso, doctora?
-No Pablo, no es contagioso.
-Y… ¿me puedo morir?
-No Pablo, hay un señor que murió en un accidente de tráfico y al hacerle la autopsia descubrieron que tenía esclerosis múltiple y que nunca lo supo.
-Y… entonces… ¿por qué está tan seria y me mira con esa cara?
-Ojalá me equivoque Pablo, pero lo que tú tienes… no es nada bueno.
Esto es lo último que recuerdo del primer día que cambió mi vida.

Cap 4. Batas blancas

IMG_0478.JPGHa pasado mucho, mucho tiempo, pero aquel niño que no sabía nada de la esclerosis múltiple ni tan si quiera la había oído mencionar, iba a conocerla de primera mano. Una enfermedad que los médicos por aquel entonces no sabían como afrontar. Una patología tan misteriosa como cruel.
En mi primera valoración me sudaban las manos. Estaba tan nervioso que contenía el aliento pudiendo escuchar en el silencio unos pasos que se oían acercándose hacia mí. Miraba todo lo que había a mi alrededor y tenía una sensación rara de haberlo visto en las películas pero nunca vivirlo en primera persona. Entró mi neuróloga y me dijo:
-Pablo, buenos días. Siéntate en la camilla, no muevas la cabeza y sigue con los ojos mi dedo.
Inmóvil miraba atentamente su dedo mientras ella lo movía de izquierda a derecha.
-Bien ahora tócate con el dedo índice la nariz, luego toca mi mano y otra vez la nariz.
Pensé que, si lo que estaba haciendo era para relajarme, lo había conseguido. Consiguió sin embargo que empezara a sentir que me trataba como un tonto.
Segunda prueba: ponerse de pie con los brazos en cruz y con los pies juntos.
Perplejo pensé:
-¿Esto es una cámara oculta o se han equivocado de paciente?
Son las 10 de la mañana y no bebo alcohol a primeras horas, ¿por qué no iba a poder poner los pies juntos?
Después, más divertida aún, cogió un martillo de tamaño mini y me dio golpecitos. No sé si estaba buscando mi risa, mi enfado o que cogiera otro martillo y nos liáramos a golpetazos. Entonces podría salir a contarles a mis padres que la doctora había perdido la cabeza y la había tenido que pegar para quitarle la tontería.
¡Ultima prueba! Coger un clip y desenredarlo. En ese momento no pude sino sonreír, diciendo:
-¿Qué vas a hacer? Porque yo no veo de un ojo, pero si me das otro clip creo que podría ganarte a una pelea de clips.
Ella rió y me contestó:
-Perdona Pablo. Estas pruebas pueden resultar un poco molestas pero queremos valorarte y descartar otra posible afectación a parte de la de tu ojo. Ahora te voy a pinchar con un clip y quiero que distingas cuando te doy con el pico y pincha, y cuando te doy con la parte suave.
Después de casi 20 minutos hizo pasar a mis padres. Nos dijo que en principio, visto las imágenes de la resonancia magnética y de la exploración que me acababa de hacer, solo tenía afectado el ojo derecho y que iban a darme una pauta oral de corticoides. Yo iría ganando vista y probablemente recupere el 95 o el 100%. La parte mala es que comenzaré a recibir un tratamiento intramuscular cada dos días y tendría que aprender a pincharme.
Con lo bien que me había portado con ella y ahora decía que tenía que pincharme una vez cada dos días. ¡Si es que los médicos siempre encuentran algo para fastidiar!
Salimos los tres de la consulta, mi madre preocupada por el tratamiento, mi padre con mil preguntas de lo que me habían hecho y yo contento porque recuperaría la vista y no tenía que llevar gafas. Que después de meterme mucho tiempo con las gafas de mi querido hermano, la venganza hubiera sido terrible.También me llevé un papel con la baja laboral y con un aperitivo que nos tomamos de camino a casa, y es que una suerte estar acompañado por unos padres tan maravillosos.

Cap 5. Lágrimas de alegría
Cada año un brote, una secuela y una aceptación de mi nuevo estado. Estaba medicándome para frenar o retrasar mi enfermedad, pero todos los años tenía uno o dos episodios nuevos.
Preguntaba a los médicos si el tratamiento estaba funcionando y si los pinchazos me estaban sirviendo para algo.
-Pablo es normal que pienses que no sirve de nada. Pero piensa también que no sabríamos cuál sería tú estado si no estuvieras con el tratamiento.
Fueron dos años terribles. Iba al ambulatorio tres veces a la semana con mis jeringuillas. Me tumbaba en la camilla y esperaba que el practicante no me hiciera mucho daño en esa ocasión. Lo que me inyectaba se conservaba en una nevera, y cuando me metían el líquido tenían que hacerlo despacito porque frío dolía una barbaridad. Era horroroso.
A los pocos meses todo cambió: apareció mi ángel de la guarda, mi salvador, en forma de mi primo Alberto R. Enfermero por vocación y manos de santo con ilusión. Venía por las tardes charlábamos de todo y ¡zas! Listo.
– ¿Te hice daño? – Me preguntaba siempre con cariño.
-Qué va, mil gracias primo. ¿Vendrás el próximo día? – Me angustiaba la posibilidad de que dijera que no.
– ¡Qué remedio! – Contestaba con una enorme carcajada cargada de ternura.
-Déjame que te de otro beso.
Es y será siempre genial. Cada vez que lo pienso… El esfuerzo que tenía que hacer para sacar tiempo y acercarse a casa… Le estaré eternamente agradecido.
El tiempo fue pasando. Una mañana, al despertar, me incorporé para ir al baño y perdí el equilibrio. Tenía que agarrarme a las paredes para andar si no quería caerme y veía todo torcido. La sensación de estar flotando y de haber bebido hasta el agua de los floreros. No tenía ningún dolor y me encontraba bien. ¡Solo que lo que me pasaba no era normal! Sin haber consumido alcohol y con una sensación de estar subido en un barco sin capitán y en medio de un temporal.
Lo que vino después fue emocionante. Mi hermano al volante a toda velocidad dándole al claxon sin parar, mi padre sacando el pañuelo blanco por la ventanilla como si estuviéramos en los toros pidiendo las dos orejas y mi madre detrás agarrándome la mano. Fue toda una experiencia. Nos saltamos todos los semáforos incumpliendo todas las normas de circulación. Llegamos de Moncloa a Diego de León en 9 minutos y sin accidentes (Pongamos que hablo de Madrid).
Pero íbamos al hospital y era yo el enfermo.
Me vio el neurólogo de guardia.
-Hola Pablo. Cuéntame, ¿cómo te encuentras?
-No sé doctor… Estoy como flotando, es cómo si me hubieran drogado.
-A ver déjame que te mire – dijo con cierta preocupación. – Sigue mi dedo con los ojos.
Estaba muerto de miedo y no quería que me ingresaran, con lo que me esforcé al máximo para que mis ojos no dieran vueltas como los de Marujita.
-Bien, ponte de pie y camina.
Me puse de pie y dije…
– Ya me encuentro mejor, gracias.
-Me alegro Pablo pero camina un poco.
-Ya se me ha pasado, ya estoy bien gracias.
-Que te ocurre, ¿por qué no caminas? – No dejaba de insistirme.
-Es que… no quiero que me ingreses. Quiero que me des pastillas y poderme ir a casa.
-Pablo yo te veo bien, ¿por qué te iba a ingresar?
-¿En serio? Muchas gracias. Tenía mucho miedo y no quería que me ingresaras.
– Pues relájate porque no te voy a ingresar.
En ese momento me quedé tranquilo y me puse a caminar como pude.
Llamaron entonces a la puerta y entró una enfermera.
-Buenos días, la camilla ya está lista doctor.
-Pablo no puedo dejarte ir, lo siento.
-Pero… si ya me encuentro mejor – me sentía contrariado, pero las pruebas eran evidentes.
La enfermera me sujetó por el brazo
– Acompáñeme.
Mientras me ponían la vía y me inyectaban los corticoides, me decía a mí mismo lo mal que me encontraba y la suerte que había tenido de dar con el doctor Nombela. Que gracias a él me quedé en el hospital ingresado y no dejó que me fuera a casa. No sé qué podría haber pasado si hubiese cedido a mi petición.
Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver a mi madre
-¿Qué tal te encuentras hijo? – Se le notaba preocupada.
-¡Guau! ¡Te veo muy bien! – Reí a carcajadas. – Perdona que me ría pero estoy genial. Voy a levantarme a ver si me caigo.
-Pablo me alegro mucho, menudo susto nos has dado. No te levantes que tienes cables.
-¿Dónde estoy mama?
-Estás en boxes, en observación, y vas a estar aquí hasta mañana. Luego te pasarán a planta y vendrá a verte tu neuróloga. Ahora descansa.
Me dio un beso que no olvidaré.
– Gracias mami.
– Descansa. Nosotros estamos fuera que aquí no nos dejan quedarnos porque hay más pacientes.
– Vale mama pero no os vayáis. Quedaros en el hospital, no me dejéis solo.
– Descansa y ahora dentro de un rato volveré a pasar si puedo o vendrá tu padre. ¡Por cierto! Han venido a verte tus amigos y les hemos dicho que no pueden pasar, pero que muchas gracias por venir.
Se fue mi madre y al poco apareció Andrés.
-¿Qué te ha pasado?
Mi cara de sorpresa fue enorme. Antes de poder contestar vi entrar a Nacho E,
– Jo macho casi me pillan, menos mal que me he dado la vuelta y le he despistado.
Apreté fuerte los dientes para contener mi llanto. Más amigos fueron aparecieron entre las cortinas de los boxes: Pepe L, Fernando M, Diego C y Alberto L.
-Pablito! ¿Qué pasa hombre?
Lloré de la emoción… Y con mi mano me sequé los mocos mientras un bata blanca se los lleva a todos.

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Cap. 6. Con paso firme

El día siguiente de mi ingreso fue genial. Vino una enfermera con una silla de ruedas para llevarme a la 5ªplanta
-Hola Pablo, ¿qué tal has dormido? Te vamos a llevar a planta donde te esperan tus padres.
Te darán de desayunar y luego pasará a verte tu neuróloga.
El resto, si te digo la verdad, lo recuerdo vagamente. Vinieron mis tíos Marijuli M que tiene pánico al ascensor y subió por las escaleras los 5 pisos, José F, Alicia M, Julio R, Nely M, Lourdes L, Rafael G y algunos primos como Silvia R, Alicia F, Rosalía y amigos como Diego C y Amelia S.
Aquello se iba pareciendo a un cumpleaños, de esos cuando era más chico y en los que venían a mi casa mis amigos de clase y el teléfono no paraba de sonar. La voz se había corrido y la familia quería saber cómo estaba y qué era lo que me ocurría.
Lo difícil para mí era explicar unos síntomas tan extraños como el equilibrio al andar, pues era incapaz de hacerlo en línea recta sin tropezar con todo lo que tenía a mi paso, o agarrarme al primero que pasaba por mi lado o en su defecto ir apoyándome en las paredes sin parecer que iba borracho. Más adelante os comentaré que cuando iba a pedir un taxi, los taxistas no paraban por mi manera de andar y tenía que pedirle a la gente que si me hacían el favor de pararme un taxi porque a mí me ignoraban y pasaban de largo.
Mis padres me trajeron ropa y aseo. De los pasatiempos de lectura se encargó mi hermana Ana que se turnaba con mis padres para dormir por las noches en un sillón orejero muy incómodo. Más que planchar la oreja del que dormía, destrozaba su espalda, con lo que a la noche siguiente iba viniendo otro a dormir porque más que un sillón parecía un ring de boxeo. Cada mañana las enfermeras querían saber el estado de mi acompañante pues les veían a todos con caras cansadas y desencajadas.
La tarde fue un poco caótica pues no paraban de entrar gente y hablar los unos con los otros, y como tuve la suerte de que al lado de mi habitación había un área de descanso donde familiares y amigos esperaban, se fumaban un cigarro y conversaban. De allí no se iba nadie.
Entonces mi tío Rafa que me vio algo fatigado les dijo a todos que se fueran y que me dejaran descansar que yo aún me encontraba convaleciente y que gracias por la visita.
En ese instante entró mi neuróloga a la habitación, se sentó a los pies de mi cama y me pregunto:
-¿Cómo te encuentras?
– Pues si te digo la verdad estoy un poco regular, no he dormido mucho y sigo andando regular.
-Bueno no te preocupes Pablo aún vas a estar aquí unos días con el tratamiento de corticoides y esperemos que sigas recuperándote
– ¿Y si no me curó del todo?
Mis ojos empezaron a humedecerse.
-Yo no puedo vivir así, no puedo ni peinarme porque lo veo todo torcido.
-Pablo tendrás que acostumbrarte…
IMG_0476.JPGEntonces di un salto y salí de la cama rápidamente dirigiéndome a la ventana de la habitación.
Mi padre que estaba allí con nosotros me recriminó.
-Pablo la doctora te está hablando, no puedes hacer eso.
-No pasa nada, déjalo. Pablo, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Miraba la calle a través de la ventana.
-Tengo miedo de salir y andar como un zombie, de coger el autobús y que me fallen las piernas, tengo miedo de que me des el alta sin haberme curado, tengo miedo de que…
-Pablo mírame, eso no va a ocurrir, te lo prometo. Te pondrás bien y empezarás con otro tratamiento. Ahora descansa y ya mañana seguiremos hablando.
Entonces volví a la cama y abracé a mi doctora mientras la daba las gracias.
Al cabo de 5 días me dieron el alta y pude salir de la mano de mi madre y con paso firme, pues como me había prometido mi doctora me curé de ese brote a la perfección.

y todo continuará…. por supuesto

Pablo Leal

2 comentarios de “Una historia

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